El agua residual no es un residuo

Menudo atrevimiento el nuestro. Solamente la soberbia nos podría llevar a calificar el agua, en cualquiera de sus numerosas dimensiones, como un residuo. Hemos olvidado la primera lección de la escuela por mirarnos demasiado hacia el ombligo.


¿Ya no recordamos qué es el ciclo natural del agua? Para refrescar ligeramente la memoria de alguno; el agua, por efecto de la gravedad, cae en forma de precipitación; la morfología del terreno provoca que se infiltre o discurra hacia los ríos, donde reverdece la vida del planeta; y, desde allí, desemboca en los mares u océanos; por su parte, la radiación solar eleva el agua hasta los cielos, en su estado gaseoso, hasta que se condensa y vuelve a descender. ¿Desde cuándo un residuo forma parte de un ciclo?

El agua residual no es un residuo

Está bien, ya no es tan sencillo. Los humanos tenemos la estúpida manía de complicarlo todo. La naturaleza no contaba con nuestra obstinación por destruir incluso aquello que nos permite sobrevivir. No esperaba que fuésemos capaces de deteriorar las propiedades del agua, su calidad, hasta considerarla completamente inservible: un residuo. ¡Qué valor el nuestro!

«Ahora formamos parte de la ecuación. Con nuestra actuación hemos alterado tanto el régimen natural que podríamos pensar que estamos inmersos en el “ciclo hidrosocial del agua”. Sobre todo, porque hemos incluido la variable de la calidad en lo que antes se creía una constante.»

De todas formas, ¿un residuo? No. Como mucho se aceptaría un subproducto urbano, aunque debiera ser un coproducto, más aun si contamos con todos aquellos usuarios fuera de nuestra propia especie, pero, al mismo tiempo, indispensables en nuestros procesos. Tratarlo como un residuo sería cerrar la civilización a cal y canto en la puerta de atrás de nuestra propia casa, sin pensar ni por un segundo en los más cercanos, en los que viven aguas abajo de nosotros, en nuestros vecinos, con los que compartimos tanto. Sería olvidar el sinuoso camino hasta los cielos que recorre el agua una vez utilizada, como si muriera detrás de nosotros. Más bien, como si la hubiésemos matado.

Me niego a pensar eso. El ciclo siempre continúa. La valoración del agua reutilizada, ya sea directa o indirectamente, pasa, en primer término, por dejar de entenderla como un residuo. A nadie le gustan los residuos. Todos queremos desprendernos de ellos lo más rápido posible, sin importar demasiado cuál es su verdadero estado. Hay que sentirse más culpable y tratar el agua como lo que es: un damnificado de la ciudad, otro más, que requiere la ayuda de aquel que le ha perjudicado, al menos para alcanzar su próximo destino en buenas condiciones. Necesitamos más solidaridad, respeto por los “otros” y menos individualismo. El ámbito hídrico no es una excepción.

Podríamos empezar por una tarea muy sencilla. Para los que creemos que el lenguaje importa, pero no decide, se propone rebautizar al “agua residual urbana” como el “agua utilizada urbana”. ¿Qué os parece “Estación Recuperadora de Agua Utilizada Urbana” (ERAUU)? Desde luego, este campo está todavía ignoto, abierto a todo tipo de sugerencias.

Pero no seamos ingenuos. Ya sabemos que simplemente renombrando el agua “residual” no se financian las numerosas infraestructuras que necesitamos, tampoco se reduce el consumo energético, ni se contribuye a la mejora de la técnica de los tratamientos. No hay que perder de vista que éstos son los aspectos realmente esenciales. Sin embargo, la percepción también es importante. Los conceptos calificativos nos ayudan a otorgar o restar valor a los distintos elementos. A menudo predicamos con insistencia sobre la importancia de optimizar recursos, recuperar el agua, nuestros ríos o los ecosistemas de los que dependemos en un escenario de escasez. Sobre todo, mientras encendemos la mecha de la crisis climática que nosotros mismos provocamos, alertando sobre sus atroces efectos en el descenso de los recursos hídricos. Y, con todo, nos permitimos el lujo de llamar al agua “residual”, cuando instantes después va a tener un uso diferente.

Fuente: Fernando Payán Villarrubia • iAgua